Descubriendo a Matthew J. Levin: El bizarro hecho arte

La belleza y el horror son términos subjetivos. Dependen únicamente de los ojos de quien mira. En ocasiones incluso pueden llegar a ser una misma cosa. Ese es el caso en lo que a la obra de Matthew J. Levin se refiere, tan bizarra como maravillosa.

Las esculturas de este artista desafían lo establecido y se adentran en el terreno de lo escabroso y pesadillesco, de una forma similar a como lo hacían las ilustraciones de Zdizslaw Beksiński, dando forma y cuerpo a criaturas tan espeluznantes como sugerentes, que por algún motivo nos atrapan, logrando calar en nuestra psique y hallar un extraño vínculo, algo que creemos reconocer en ellas, quien sabe si el reflejo algo inherente en el subconsciente colectivo, figuras arquetípicas representación de nuestros más antiguos temores, miedos arcaicos que todos compartimos por igual y que reconocemos de forma intuitiva al estar frente a ellas. La carne como elemento a moldear, la deformidad. Esas reminiscencias a La Cosa, de Carpenter, a los relatos de Clive Barker o la filmografía de David Cronenberg son evidentes y nos repugnan y subyugan por igual.

Su talento creativo y sus diseños son tan originales como inquietantes y se han ganado la admiración de gente como el propio Guillermo del Toro, que quedó fascinado por su obra.

Las piezas, hechas de un material moldeable a base de polímeros, destacan por su presencia, así como los pequeños detalles que uno puede observar en ellas y que les dotan de una fuerza visual inusitada.

Os animo a que investiguéis sobre él, os adentréis en su obra y os maravilléis ante el resto de sus bizarras y evocadoras creaciones.

VERYOVER, de Javier Viadero

El barrio. Los bares de siempre. Los yonkis, con sus mierdas, sus lágrimas y sus trapicheos. La gente común, de a pie. Gente que siente, que sufre, que ama y se duele. Que se lame las heridas y sigue p´alante. Y otros que se hunden sin remedio, algunos luchando hasta el último momento y el resto simplemente dejándose llevar.

La vida. La calle. La gente como tú y como yo. Y diálogos, muchos diálogos. La gente habla mucho. Discute. Exagera. Miente más que parpadea o dice verdades como puños. Verdades que duelen, que hacen sangre. También hay silencios, espacios vacíos que dicen más que mil palabras para quien sabe leer entre líneas. Lo que no se dice, lo que callamos, puede ser mil veces peor.

Resignación, rabia y hastío. También hay esperanza. Frágil, débil y puede que ilusoria, pero viva, como las ascuas de un fuego apagado que uno intenta reavivar soplando como un imbécil, con los ojos llorosos.  Viva y palpitante  aunque le quieran echar el lazo al cuello y colgarla de una farola. No hay ganadores, solo supervivientes y vencidos.

El barrio. Los bares de siempre. Los yonkis y las gente corriente. 

Eso es Veryover: costumbrismo crudo, visceral, trágico y hermoso. Como la vida misma, como se siente.

Esta pequeña maravilla es una obra con fines solidarios, cuyos beneficios serán destinados a SBQ Solidario, una asociación sin ánimo de lucro con proyectos en Perú, Senegal y Gambia.

Los Mitchell contra las máquinas, de Michael Rianda y Jeff Rowe

Pues que en su momento no dejé por aquí mis impresiones y ayer nos dió por ver de nuevo esta jodida maravilla de película de los creadores de esa otra joyita televisiva que es Gravity Falls y como no hice reseña la primera vez, me he dicho: «pues va, la subo», y a otra cosa, que esta es buena.

Lo que nos hemos podido llegar a reír no está pagaó. El puto perro (perro, cerdo…¡pan de molde!) es mi ídolo y el descojone ha sido continuo. Además, flipariais si hubierais visto las miradas de complicidad entre mi hijo mayor y servidor, sintiéndonos representados, entendiéndonos a la perfección y reconociéndonos en la mirada del otro, sin decir ni pío en ese aspecto. Os vais a reír, pero ha sido muy especial y joder, no nos hemos puesto moñas, pero casi. Y es que llega a la patata.

Lo mejor, lo muchísimo que nos hemos partido el culo. Y estéticamente es una delicia. Juega con las nuevas formas de narrar, los memes de redes sociales, stickers y demás juegos visuales y del lenguaje para dejarte alucinando. Bebe en ese aspecto de las maravillas estéticas y creativas en la linea de Spider-Man: Un nuevo universo o series como El Asombroso mundo de Gumball, pero llevado a la enésima potencia y con un sentido del humor insuperable.

Que nada, que ya tardáis en echarle un rato, porque lo vais a pasar teta, palabrita del niño Yisus.

Mai oblidis que t’estimo, de Gemma Capdevila

Pues ayer asistí al preestreno de «Mai oblidis que t’estimo» (Nunca olvides que te quiero), un cortometraje tan duro como bello sobre el Alzheimer, basado en la historia real de la abuela del guionista Liam Colomer, y su relación con ella, aquejada por la enfermedad, y que gira alrededor del nexo de unión que supone la música entre ambos, cuando apenas queda nada más que la carcasa de aquella persona que fue. Liam, además de guionista es músico y ha sido un gustazo oírle hablar sobre su abuela, sobre las divertidas tradiciones familiares, sus encuentros, ser testigo del declive y la amalgama de emociones contradictorias que uno siente al respecto.

Imma Colomer, la actriz principal, está enorme interpretando a la anciana, en una actuación magistral sin más herramientas que su cuerpo y dotes actorales, con esa mirada de incomprensión y miedo, esa expresión ausente y ese lenguaje corporal que muestra con toda su crudeza los efectos devastadores de la enfermedad, de un modo tan convincente que duele. En cuanto a Miquel Sitjar, simplemente sublime. Aparece en escena poco más de dos minutos y sin apenas diálogo, con solo cantar/tararear una melodía abrazado a su hija, se come la pantalla y consigue darle una emotividad que estremece a un momento en apariencia tan irrelevante y cotidiano. Justo en esa secuencia está el leitmotiv de lo que significa el corto, la gran carga simbólica que le da sentido a la obra.

Dicen que menos es más y este es un ejemplo perfecto. Gemma Capdevila, su directora, aplica con gran acierto esa premisa y logra darle el tono que necesita, una visión que evita explayarse en añadidos innecesarios e impostados que solo lastrarían la narración y el mensaje.

Tras su aparente simplicidad y sin caer en trucos sentimentaloides para enganchar al espectador, se nos presenta una realidad pura y dura, difícil de aceptar y donde aún así, pese a la oscuridad que supone enfrentar la perdida de aquellos a quienes amamos, queda un atisbo de luz, una pequeña llama, imperceptible, pero viva.

El corto se ha rodado en Almacelles, mi pueblo, que es también el de la directora y el de Anna Otin, actriz de la peli «Alcarrás«, quién participa en el cortometraje con un pequeño papel que sin tener gran peso argumental, nos muestra aunque sea de pasada la importancia de las cuidadoras, soporte, ayuda y figura imprescindible en estos casos, cuando la enfermedad está tan avanzada.

En definitiva, una pequeña joyita, financiada mediante micromecenazgo, favores y ayudas, de la que no sabía que esperar y que me ha gustado mucho. He disfrutado con la charla posterior, donde el equipo explicaba como nació el proyecto y todo su desarrollo hasta llegar a presentarse hoy en público.

Ganas de ver cómo le va en cuanto se estrene de manera oficial y habrá que seguirle la pista tanto a Gemma en su incipiente carrera de directora (que se ha propuesto, en una valiente cruzada personal, traer y crear proyectos en nuestra tierra), como al resto de miembros del elenco. En especial, a mí querida paisana y buena amiga desde hace casi veinte años, Anna Rodriguez Otin, que aunque siempre me dé largas cuando le pregunto y le quita importancia, sé que ya tiene el gusanillo en el cuerpo y con ganas de nuevos desafíos.

En los acantilados, de Santiago Eximeno

Contemplar la vida desde el borde de un acantilado proporciona una perspectiva al que se atreve a hacerlo. Allí abajo está el mar, que es vida y muerte. Allí abajo está lo inalcanzable, lo maravilloso y al mismo tiempo lo aterrador. En este libro de relatos, que incluye también una novela corta, nos asomamos al abismo de lo grotesco, lo extraño y lo surrealista.

Pues nueva antología de Santiago Eximeno, autor veterano en estas lides que nunca decepciona, quién nos trae un compendio de relatos y una novela breve  que, como suele ser habitual en el autor,  se alejan de lo convencional, apostando por lo extraño en el sentido más categórico de la palabra. Eximeno tiene una habilidad  innata para ver e interpretar a su modo  el lado oscuro, trágico y absurdo de la vida, de la muerte y sobre todo, de la propia naturaleza humana, y trasladarlo a sus historias, dando rienda suelta a la imaginación más libre y desatada  y el terror más fatalista, siempre con una evidente pátina de surrealismo intrínseco en ellas.

Sus textos transmiten un determinismo terrible, provocando más que terror, una sensación de indefensión ante lo inevitable, por extraña, improbable o directamente bizarra que sea la situación que se plantea. Hay algunos de ellos que duelen, que nos dejan un poso de tristeza, un pellizco en el corazón. Otros, al contrario, nos hacen sonreír incrédulos, por lo delirante y disparatado de la premisa inicial, aunque no por ello dejan de resultar efectivos y golpear duro, con una intencionalidad perversa y muy lograda. 

Me ha gustado mucho, muchísimo. Hay de todo, como en botica,  y admito que ha habido un par en los que me ha costado entrar o pillarles el punto, pero son excepciones y más por cuestiones personales (supongo), que por otra cosa. Si tuviera que describir el libro en una sola frase, sería esta: Extravagante, divertido, cruel y trágico. De media, se lleva un notable alto y lo que más valoro es lo original de algunas de las ideas que proyecta y la forma de traer a su orilla según que temas. Como apunte, disfruto más sus historias más breves que las de mayor extensión, sin desmerecer en absoluto a éstas.

Muy recomendable.

Fototexto: Conexiones

Conexiones estelares, la torre se alza hacia la oscuridad, en un intento vano por alcanzar el infinito. Ídolos de hormigón y acero eléctrico gritando al cielo.

*Todas las fotografías y textos de esta sección son propiedad del autor del blog, Athman M. Charles.

La primera fotografía de París… y la de dos seres humanos.

Tomada en la Place de la République, en París, Louis Daguerre logró con su invento la que se supone que es la primera fotografía de la ciudad de París. Desde su posición, con el Boulevard du Temple como objetivo, allá en la zona sur de la ciudad, consiguió además otro hito histórico, aunque este de manera fortuita: la primera fotografía real de dos personas, en este caso anónimas, que quedaron inmortalizadas en la imagen. 

Aparte del curioso paisaje parisino, con los edificios en el margen izquierdo, esos tejados y ventanales a la derecha, se nos muestra una avenida en apariencia desierta que en realidad no lo estaba, si no que el tiempo de exposición era tan largo, de unos diez o quince minutos, que la gente que iba y venía por ella no podía ser captada por el daguerrotipo. Nadie, salvo dos personas: Un caballero que se detuvo el rato necesario para que un limpiabotas lustrase sus zapatos, labor que requería permanecer en el mismo lugar y casi en la misma posición el tiempo suficiente para que ocurriese la magia. Fue en el año 1839 y la imagen se ha convertido en el primer documento fotográfico reconocido  de la capital francesa y doblemente relevante, gracias a la aparición de esos dos seres humanos, los primeros en ser captados por una cámara.

¿Por qué escribo? Por culpa de una ciudad cubierta por la niebla

Soy, o quizá debería decir que he sido, un lector voraz, sobre todo de género y eso me ha llevado por estos extraños caminos de reseñas, edición y escritura. Tengo mis autores favoritos, aquellos que prendieron la mecha, los que me hicieron querer meterme en este mundillo. Desde Verne, Salgari o H.G. Wells en mi infancia, a Poe y Lovecraft y como no, Dean R. Koontz, Stephen King, Clive Barker o Adam Neville después. Luego llegaron otros. Emilio Bueso, Ismael Martínez Biurrun, José Carlos Somoza, Juan Cuadra Pérez, Darío Vilas, Santiago Eximeno, Daniel Aragonés…

Pero curiosamente, mis referencias más claras, las que más me remueven, las que me provocan mayor interés a nivel creativo, no provienen de la literatura ni del cine, algo que sin duda sería comprensible por lo mucho que el séptimo arte le debe al mundo de las letras y más aún, cuando tratamos el nicho de lo fantástico. Aunque siendo honesto, la gran pantalla ha dejado poso, más del que tenía en mente al inicio de este escrito y he caído en ello mientras escribía este artículo. Solo mencionaré dos títulos, los primeros que han aparecido en mi memoria sin buscarlos, pero que creo que son una clara muestra de cuáles son los conceptos que me estimulan: El proyecto de la bruja de Blair y Horizonte Final.

Como decía, la verdadera inspiración no llegó de los libros, sino de los videojuegos. Crecí y envejecí jugando a eso que llamamos Survival Horror, como muchos de vosotros, y allí la inmersión era completa, sintiendo miedo de verdad. Pero más allá del simple entretenimiento para pasar un buen mal rato, hubo uno en concreto que para mí, cambió las reglas, transformó por completo mis gustos y definió para siempre la forma en que concibo el terror. Mi forma de verlo, de entender sus mecanismos, sus engranajes. De la maquinaria interna, de la intencionalidad del horror. De cómo todo lo que vemos fuera y nos aterra es solo un reflejo de lo que ya llevamos dentro, de nuestros propios demonios, de nuestro infierno personal. No hace falta ser adivino para saber de qué hablo. Silent Hill, mi fetiche, mi obsesión.

Un lugar que es más que un lugar. Un lugar que te hace ser consciente de tu naturaleza, que te muestra quien eres realmente. Un lugar que te reclama y que te pone a prueba, que te lleva a juicio ante el juez más duro e implacable: tú. 

La apariencia repugnante, perturbadora (y extrañamente atractiva en su repulsión) de esas aberraciones y monstruosidades, metáfora y encarnación de tus faltas, pecados, mala conciencia y remordimientos, es sublime y forma ya parte del imaginario colectivo.

La ciudad y sus formas cambiantes. Tres capas de realidad que se solapan y se alternan, empujándose, imponiéndose unas a otras, mientras la marea te arrastra cada vez más lejos, más adentro, más profundo. Desde la aparente normalidad engañosa de un pueblecito encantador, pero decadente, pasando al mundo de niebla y ceniza poblado por criaturas inquietantes y terribles, hasta llegar al mundo de óxido y podredumbre, fuego, metal y condena, siempre tras el sonido de esa maldita sirena, que nos guía de camino a aquello que ocultamos a todos, incluso a nosotros mismos, obligándonos a enfrentar quienes somos, lo que hicimos y por lo que en el fondo, ansiamos ser castigados, creyendo ser merecedores de esa penitencia aún sin tener conciencia de ello. Porque de eso va Silent Hill. De pecado. De culpa. De castigo. De expiación. De redención. De perdonarse uno mismo o condenarse por toda la eternidad.

Esos conceptos, manejarlos de tal modo, es una de las cosas más increíbles e impresionantes que he visto jamás. Sitúa en esa tesitura a unos personajes tan complejos, con tal carga emocional, lastrados por esos grandes traumas no superados que les impiden avanzar y los conducen a la perdición,  y es ahí cuando comprendes que en realidad no se trata ya de que sobrevivan a la ciudad, si no de que logren aceptar la verdad, por dura que sea, y trasciendan, de un modo u otro.

Y por último, la atmósfera. Lo inquietante, lo incomprensible. La niebla, anticipándonos el misterio y ocultando el tortuoso futuro que nos aguarda, presentando la ciudad como un ente vivo que se retuerce y se transforma, cambiando sus formas, su aspecto,  adaptándose a los miedos, las filias y fobias de cada una de las almas perdidas y atormentadas que llegan a ella y recorren sus calles y edificios.

No hay más monstruos que los que nosotros mismos creamos. Silent Hill es solo un espejo, un detonante, un lugar especial. Esa metáfora, las historias que se desgranan bajo esa premisa, me tienen obsesionado. Mi máxima aspiración como narrador es ser capaz de crear algo semejante. No en cuanto a las formas ni envergadura, eso es imposible y va más allá de mis capacidades, ni aún en mil vidas dándole a la tecla. Más bien aspiro conseguir algo con esa profundidad, con su fuerza, la impronta que deja y las sensaciones que provoca. El concepto en sí. Su carga simbólica. ¿Lo lograré algún día? Lo dudo. Pero lo seguiré intentando. A ella se lo debo todo como creador. Sin ella, no escribiría, no sería yo. La ciudad cambiante, la colina silenciosa. Silent Hill.

Hubo otros lugares y personajes después, de los que hablaremos otro día, que siguieron alimentando mi delirio. Su más digno sucesor, otro videojuego. Uno que habla justo sobre lo que es el proceso creativo, del oficio de escribir, del poder ( y el peligro) que supone plasmar ideas y darles forma y cuerpo. Lo conoceréis seguro, con una sola frase: «Me llamo Alan Wake. Soy escritor«

Autobombo dominguero: A Vueltas Con Las Palabras presenta «Una noche de terror», lectura de textos en directo.

Pues eso, que el día 22 de este més, un relatillo mío inédito participa en este evento, donde será leído en público, junto a los de otros autores a los que se nos ha invitado para la ocasión, como pueden ser, entre otros, R. G. Whitener o Aida del Pozo.

Siempre me ha fascinado el hecho de escuchar mis historias narradas en alto por una voz ajena. Es una experiencia extraña, surrealista y hace que la historia parezca otra, que cobre otra dimensión.

Gracias a Fernando Codina y a Gisela Giawulf Folch Schulz por hacerme partícipe de este proyecto. 

The Mandalorian

Sabéis que voy a mi ritmo con libros, pelis y series, que bastante tengo con lo mío para encontrar tiempo y ganas de ponerme con todo y además, esquivar spoilers de cosas que la mayoría ha disfrutado hace meses.
Y aunque he llegado tarde y a estas alturas os resultará irrelevante, no voy a privarme de proclamar a los cuatro vientos que esto es de las cosas más disfrutables que ha hecho Disney en los últimos años.

Lo bien que me lo he pasado con esta serie, está especie de western espacial aderezado con unos toques de las buenas pelis de samurais, no os lo podéis ni imaginar. Pura diversión, entretenimiento, emoción y momentazos épicos de los de ponerme la piel de gallina y hacerme sentir de nuevo como aquel chaval que se enamoró de La Guerra de las Galaxias. Porque tras ese rollito pulp y flipado que se gasta, con ese pistolero con aires de Clint Eastwood con armadura, teniendo duelos bajo el sol y recorriendo la senda del guerrero, mientras cuida de su pequeño pupilo (ese renacuajo achuchable al que todos adoramos), hay una serie que es más Star Wars que la propia Star Wars, al menos la de los últimos años y con unas pocas excepciones. Pura aventura y acción a raudales. Quiero más de esta historia, quiero más de Din Djarin «Mando«y Grogu, de Bo-Katan, Mandalore y el credo, de Greef Karga e IG-11 y del futuro que les aguarda a todos ellos.
Me lo he pasado pipa, me he reído y me he emocionado hasta casi soltar la lagrimita. Como dice el credo: «This is the way«. En efecto, este es el camino. Y ahora, a por Ahsoka, a ver qué tal…

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