«Vamos a meterle mano a esta cosa, a ver si me espabila ni que sea a bofetadas, que me han dicho que esto es mierda de la buena, de la que no te deja indiferente, de la que te golpea en el hígado y te patea la entrepierna con tan solo 65 páginas de mala hostia disfrazada de ciencia ficción». Estas fueron mis plabras. No me equivocaba en absoluto.

Cuando Daniel presentó su nuevo proyecto de literatura breve, en esa curiosa alianza llamada Tres Clavos y formada junto a Francisco Santos Muñoz y Javier Cabezuelo, supe de inmediato que me iba a hacer con su pieza, ya que es un autor con el que me encuentro en sintonía y reflejado con su estilo directo, transgresor, tan cuidado y bello como crudo y sin tapujos.
Una distopía aterradora en su aséptica, calculada y enloquecedora perfección. Una máquina de producción en cadena y sistema de castas, donde todas y cada una de sus piezas y engranajes deben estar en su sitio, cumpliendo su función, sin lugar a la duda, la vacilación, emociones o sentir. Y Dani, el elemento divergente, el disrruptor, no por sentido del deber, no por heroicidad, no por valores ni por la libertad. Solo la rabia, el asco, el hastío, el querer ver el mundo arder para sentirse de ese modo humano de nuevo, pues esa es la verdadera naturaleza del hombre, y el arte y la creatividad sus armas más poderosas y destructivas. El odío como fuerza motriz, como generadora del cambio, como escape a la locura o como una muestra de ella.
Psicología, mitología y metafísica se dan la mano en este nuevo renacer tras el apocalipsis, en una suerte de falso maniqueismo inevitable. No hay bien ni mal, son constructos. Lo que vemos es al Logos frente al Pathos. Cerebro y corazón. Impulso y razón.
Una jodida delicia, breve, dura, intensa y sangrienta. La necesitáis, creedme. Estáis vivos, demostradlo y vivid.
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