¿Por qué escribo? Por culpa de una ciudad cubierta por la niebla

Soy, o quizá debería decir que he sido, un lector voraz, sobre todo de género y eso me ha llevado por estos extraños caminos de reseñas, edición y escritura. Tengo mis autores favoritos, aquellos que prendieron la mecha, los que me hicieron querer meterme en este mundillo. Desde Verne, Salgari o H.G. Wells en mi infancia, a Poe y Lovecraft y como no, Dean R. Koontz, Stephen King, Clive Barker o Adam Neville después. Luego llegaron otros. Emilio Bueso, Ismael Martínez Biurrun, José Carlos Somoza, Juan Cuadra Pérez, Darío Vilas, Santiago Eximeno, Daniel Aragonés…

Pero curiosamente, mis referencias más claras, las que más me remueven, las que me provocan mayor interés a nivel creativo, no provienen de la literatura ni del cine, algo que sin duda sería comprensible por lo mucho que el séptimo arte le debe al mundo de las letras y más aún, cuando tratamos el nicho de lo fantástico. Aunque siendo honesto, la gran pantalla ha dejado poso, más del que tenía en mente al inicio de este escrito y he caído en ello mientras escribía este artículo. Solo mencionaré dos títulos, los primeros que han aparecido en mi memoria sin buscarlos, pero que creo que son una clara muestra de cuáles son los conceptos que me estimulan: El proyecto de la bruja de Blair y Horizonte Final.

Como decía, la verdadera inspiración no llegó de los libros, sino de los videojuegos. Crecí y envejecí jugando a eso que llamamos Survival Horror, como muchos de vosotros, y allí la inmersión era completa, sintiendo miedo de verdad. Pero más allá del simple entretenimiento para pasar un buen mal rato, hubo uno en concreto que para mí, cambió las reglas, transformó por completo mis gustos y definió para siempre la forma en que concibo el terror. Mi forma de verlo, de entender sus mecanismos, sus engranajes. De la maquinaria interna, de la intencionalidad del horror. De cómo todo lo que vemos fuera y nos aterra es solo un reflejo de lo que ya llevamos dentro, de nuestros propios demonios, de nuestro infierno personal. No hace falta ser adivino para saber de qué hablo. Silent Hill, mi fetiche, mi obsesión.

Un lugar que es más que un lugar. Un lugar que te hace ser consciente de tu naturaleza, que te muestra quien eres realmente. Un lugar que te reclama y que te pone a prueba, que te lleva a juicio ante el juez más duro e implacable: tú. 

La apariencia repugnante, perturbadora (y extrañamente atractiva en su repulsión) de esas aberraciones y monstruosidades, metáfora y encarnación de tus faltas, pecados, mala conciencia y remordimientos, es sublime y forma ya parte del imaginario colectivo.

La ciudad y sus formas cambiantes. Tres capas de realidad que se solapan y se alternan, empujándose, imponiéndose unas a otras, mientras la marea te arrastra cada vez más lejos, más adentro, más profundo. Desde la aparente normalidad engañosa de un pueblecito encantador, pero decadente, pasando al mundo de niebla y ceniza poblado por criaturas inquietantes y terribles, hasta llegar al mundo de óxido y podredumbre, fuego, metal y condena, siempre tras el sonido de esa maldita sirena, que nos guía de camino a aquello que ocultamos a todos, incluso a nosotros mismos, obligándonos a enfrentar quienes somos, lo que hicimos y por lo que en el fondo, ansiamos ser castigados, creyendo ser merecedores de esa penitencia aún sin tener conciencia de ello. Porque de eso va Silent Hill. De pecado. De culpa. De castigo. De expiación. De redención. De perdonarse uno mismo o condenarse por toda la eternidad.

Esos conceptos, manejarlos de tal modo, es una de las cosas más increíbles e impresionantes que he visto jamás. Sitúa en esa tesitura a unos personajes tan complejos, con tal carga emocional, lastrados por esos grandes traumas no superados que les impiden avanzar y los conducen a la perdición,  y es ahí cuando comprendes que en realidad no se trata ya de que sobrevivan a la ciudad, si no de que logren aceptar la verdad, por dura que sea, y trasciendan, de un modo u otro.

Y por último, la atmósfera. Lo inquietante, lo incomprensible. La niebla, anticipándonos el misterio y ocultando el tortuoso futuro que nos aguarda, presentando la ciudad como un ente vivo que se retuerce y se transforma, cambiando sus formas, su aspecto,  adaptándose a los miedos, las filias y fobias de cada una de las almas perdidas y atormentadas que llegan a ella y recorren sus calles y edificios.

No hay más monstruos que los que nosotros mismos creamos. Silent Hill es solo un espejo, un detonante, un lugar especial. Esa metáfora, las historias que se desgranan bajo esa premisa, me tienen obsesionado. Mi máxima aspiración como narrador es ser capaz de crear algo semejante. No en cuanto a las formas ni envergadura, eso es imposible y va más allá de mis capacidades, ni aún en mil vidas dándole a la tecla. Más bien aspiro conseguir algo con esa profundidad, con su fuerza, la impronta que deja y las sensaciones que provoca. El concepto en sí. Su carga simbólica. ¿Lo lograré algún día? Lo dudo. Pero lo seguiré intentando. A ella se lo debo todo como creador. Sin ella, no escribiría, no sería yo. La ciudad cambiante, la colina silenciosa. Silent Hill.

Hubo otros lugares y personajes después, de los que hablaremos otro día, que siguieron alimentando mi delirio. Su más digno sucesor, otro videojuego. Uno que habla justo sobre lo que es el proceso creativo, del oficio de escribir, del poder ( y el peligro) que supone plasmar ideas y darles forma y cuerpo. Lo conoceréis seguro, con una sola frase: «Me llamo Alan Wake. Soy escritor«

Autor: Athman M. Charles

Pagano y jubilado, montañero retirado, boxeador vapuleado, fotógrafo desenfocado, jugón manco Old School, lector empedernido, juntaletras de medio pelo, casado y con hijos, calvo y barbudo. Legítimo heredero de la Casa de Cal Gallo de Montagut.

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