Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar

El vacío, de Daniel Aragonés

Como ya adelanté por Facebook hace un par de días, tenía muchísimas ganas de hablaros de esto, lo último que se ha sacado de la manga esa oveja descarriada, ese caminante irredento del lado turbio de la realidad, llamado Daniel Aragonés.

Quiero hablaros de El Vacío, una obra cuya lectura me ha llegado tanto, me ha sido tan satisfactoria, que me cuesta encontrar las palabras para expresar lo que me ha hecho sentir sin caer en  vulgaridades como que me la ha puesto dura.

Con Daniel  tengo una afinidad muy especial, sobre todo cuando se mete en este tipo de historias tan oníricas y surrealistas, logrando en apenas unas setenta páginas, crear un lore tan complejo como logrado, completo y creíble, que hace que nos metamos de lleno, que nos adentremos en esos parajes limítrofes que nos muestra y que nos sintamos como una más de esas almas perdidas que habitan en el pantano. Y ojo, que por ponerle alguna pega que no es tal, diré que hasta podría haber reducido el texto incluso un poquito más, de no ser por cierta reiteración en los pensamientos del protagonista, que le da vueltas en varias ocasiones a las mismas ideas que nos quiere transmitir sobre la sociedad.

El Pantano, un territorio que parece al margen del mundo, con sus propias reglas establecidas. Un paisaje que es a la vez físico y mental; real, pero sin una barrera tangible ni definida con el Otro Lado (sea este lo que sea), hermoso en su decadencia, terrible e incomprensible, pero extrañamente familiar. 

Derry o Castle Rock, de Stephen King. Simetría, de Darío Vilas.  Joder, ¿cómo no mencionar Bright Falls o Silent Hill, para los que también disfrutamos de los videojuegos?

Siempre han existido lugares así, zonas que parecen estar entre dos mundos y que de algún modo extraño, son una especie de faro, que al igual que un foco con las polillas, parecen llamar a lo extraño y perverso, a gente muy especial y a otras cosas que no deberían estar ahí, que no son de este mundo y a los que ese lugar reclama con urgencia. Daniel sigue esa premisa, pero de un modo todavía más crítico, cercano y desesperanzador. Puro fatalismo y terror existencial.

El Vacío lo engulle todo. Un sumidero cósmico. Encontrarse con él es perderse, caer y ser devorado por un agujero negro que ha de llevarte a la nada, consumirte y hacerte desaparecer.

A menos que seas un habitante del Pantano, un renegado del mundo, alguien que SABE y que VE, y unicamente si estás dispuesto a asumir tu función, a cumplir tu papel en la historia, lo que no significa en absoluto que vayas a salir indenme, porque eso es imposible. Y es que al final, no hay tanta diferencia entre el Vacío y el Pantano. Ambos se tragan vidas, ambos son eso, un vertedero de almas, y la única diferencia, si la hay, son el Propósito y la Elección

No puedo, ni quiero contar nada más. Dadle un tiento a la novela, dejaos llevar, entrad en el juego que propone. El pájaro, la caja, la llave, la iglesia y el niño… Son símbolos, son realidades, son objetos de poder, son la muerte y la destrucción, son el fondo del ataúd, son la tabla de salvación.

Leedlo y entenderéis.

La caja de botones de Gwendy, de Stephen King y Richard Chizmar

Por Athman M Charles.

Buenos días, mis queridos Lectores Ausentes.

En esta mañana de domingo, dirigimos nuestros pasos hacia Castle Rock, lugar mítico y aterrador, escenario de tantos sucesos inexplicables y terribles. Si, amiguetes: El tito King regresa a su emplazamiento favorito con su nueva obra, La caja de botones de Gwendy. En esta ocasión, no viaja solo. Richard Chizmar (autor al que no he tenido ocasión de leer con anterioridad, pero que cuenta con varios títulos en su haber), le acompaña en el trayecto y como el mismo explica, fue en cierto modo el instigador de este pequeño viaje. Por lo visto, Chizmar escribió la historia hasta que se quedó bloqueado en algún momento, sin saber para donde tirar y fue entonces cuando se la pasó a King para que le diese su opinión y que este hiciese con el material lo que le viniese en gana. El de Maine accedió a poner de su parte, escribiendo el resto y contribuyendo con sus ideas, y el resultado es esta pequeña historia, que siendo honestos, sin estar nada mal, no es tampoco nada del otro jueves. Una novelita corta, apenas poco más que un relato alargado, que si bien no aporta gran cosa al lector, nos permite visitar uno de nuestros parajes favoritos y reencontrarnos con uno de los personajes más emblemáticos en la bibliografía de King, nada más y nada menos que el inefable Randall Flag (AKA Richard Farris), quien como siempre, aparece en escena haciendo cosas raras, para ponernos a prueba y sentarse a ver arder el mundo.

Si bien la historia parte de una premisa interesante, aunque en ningún caso novedosa, su desarrollo no acaba de satisfacernos por completo. Lo que nos cuenta y la forma en que nos lo cuenta no chirrían ni están mal, pero el estilo flojea, no está a la altura de lo que el lector espera. Stephen King nos tiene mal acostumbrados y aquí la escritura parece un tanto simple, algo por debajo del nivel habitual. Capítulos cortos, muy cortos y un avance cronológico en la historia a velocidad de la luz, mostrándonos lo que sucede en un periodo de diez años en apenas doscientas páginas, pasando de escena a escena, de un momento importante a otro, sin permitirnos profundizar en nada. El tratamiento de los personajes sufre del mismo problema. Si bien están caracterizados y cumplen en su rol, notamos falta de profundidad en ellos, nos falta conocerlos más a fondo.

Lo mismo ocurre con varios puntos de la propia historia. Hay tanto material desaprovechado, sin desarrollar y por el que se pasa casi de puntillas, que uno se pregunta si no hubiera sido mejor que King hubiera reescrito todo desde el principio, basándose en el material y las premisas de Chizmar, exprimiéndole toda la chicha que puede salir de ahí. Y es que en algunos momentos, eso es lo que parece la obra: Un borrador de tramas y sub-tramas sin ahondar, que poniéndose serio con ellas, desarrollándolas, dándoles el espacio que requieren, el peso real que tienen en el devenir de la historia, eran la base, ahora si, de una muy buena novela. Tal como está, se queda un poco en tierra de nadie, ni relato (donde realmente funciona si obviamos la extensión) ni novela, por falta de complejidad y donde exige espacio y materia para explayarse a gusto. Se ha escogido una fórmula que no termina de cuadrar.

Otra cosa a la que tampoco se le saca partido es a la propia caja de botones que da pie al título. No sé que les sucedió a los demás, pero cuando me puse con la obra, imaginé una suerte de cosedor o algo similar y para nada. La caja de botones de Gwendy es literalmente eso, una caja con botones, de los de pulsar. Y palancas. Y cada uno de ellos tiene un efecto concreto, que puede darte la felicidad y/o liarla muy parda, siempre y cuando tengas agallas suficientes y ningún tipo de ética, moral, remordimientos ni mala conciencia. De nuevo, reincidimos en el mismo problema: Apenas se le saca rendimiento al propio objeto y a ese problema ético, al uso del maldito cacharro y a sus consecuencias. Se queda ahí. Como causa y efecto de la historia, pero sin protagonismo más allá del mínimo, quedando casi reducida a simple excusa. Había tantas posibilidades en ese aspecto, que me resulta sorprendente que ninguno de los autores haya tirado de ese hilo.

No sé si es que la idea original del proyecto era escribir una novelette si o si, sin la opción de salirse de ese formato y es la propia restricción impuesta en cuanto a extensión obligatoria, o que King quería sacarse esto de encima cuanto antes y se hizo con prisas, yendo al grano para cumplir y punto, pero el caso es que sin ser en ningún caso una mala lectura, resulta a todas luces insuficiente para dejarnos satisfechos. Nos sabe a poco. Es como darle un solo bocado al vuelo al mejor bocadillo del mundo, después de ocho horas sin comer. Estamos hambrientos, el bocata está de vicio, pero apenas hemos podido morder la punta del pan, sin llegar a catar ni la chicha ni la salsa.

Como dato curioso (y que quizá explique el porqué de esta obra irregular y esta peculiar colaboración), resulta que Richard Chizmar es el fundador de Cemetery Dance, un pequeño sello editorial que curiosamente, es quien ha publicado la novela en EEUU. Tinto y en botella, que se suele decir.

Destacable, la cuidada edición del libro por parte de Suma de Letras, impreso en formato cuartilla de 20×16 centímetros, en tapa dura con sobrecubierta y varias ilustraciones en blanco y negro en el interior. Como objeto, mi lado fetichista bibliófilo se sintió feliz y contento.

Y a pesar de todo, con todas su fallas y carencias, la he disfrutado. No puede competir con ninguna otra obra de King que haya leído. No juegan en la misma liga, ni puede siquiera aspirar a ello por su propia condición bastarda, pero José Óscar Hernández Sendín hace un buen trabajo de traducción, como novela corta que es se lee en un rato, resulta entretenida, se le ven las posibilidades (aunque estén desaprovechadas) y siempre es un placer regresar a Castle Rock, ese lugar maldito y fascinante, aunque sea en forma de cuento.

Una rareza dentro de la bibliografía del de Maine, una oportunidad de oro para Chizmar, una lectura ligera para el lector y un trofeo más para la colección de los más completistas.